Todo empezó,
como casi siempre, ante la presencia de situaciones inesperadas, en simultáneo
con la falta de criterios para tomar decisiones y considerarlas acertadas. Entonces,
como el mundo sigue “funcionando” y el tiempo pasando, la vida hizo lo que
quiso conmigo y esto no se debe a no haber tomado una decisión, sino más bien a
haber decidido hacer exactamente nada. Y es fundamental ser conciente de esta
brutal diferencia, porque cuando uno hace nada también está decidiendo, sólo
que la sensación es distinta y reside en el hecho de creer que de esta forma no
se acarrea ningún tipo de responsabilidad ante semejante falta de acción, ya
que es la vida la que siguió pasando y no uno.
Después
llegó la crisis, que derivó en el cambio, que trajo como consecuencia confusión. Confundirse genera inseguridad, pero contrario a ser malo suele
ser una posibilidad de reconstruir donde se pisa. En estos casos el alma crece
de golpe. Se vuelve más grande y uno no lo nota sino hasta que alcanza el
estado de preestallido, y la experiencia carente en el manejo del nuevo tamaño del
alma, resulta en la torpeza.
Y de
repente, un día como cualquier otro (es decir, totalmente distinto), la
nostalgia me encontró vacía y no pude comprender cómo pasó, cómo pude alejarme
tanto de mis ansias literarias.
Entonces necesité
un libro. Uno que atenuara el trabajo de explicarme a mí misma lo que me estaba
pasando (los libros siempre cumplen, entre otras funciones, la de poner en
palabras lo que uno vuelve tan silencioso).
Entonces
compré un libro y volví a sentir esa desesperación casi idílica de no poder sacarlo
de la cartera hasta terminar de hacer todas esas cosas que tan poco me importan
pero tan importantes parecen ser.
[Luk]

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