jueves, 27 de julio de 2017

Son lo mismo

La mayoría de las veces se habla del amor como si fuera esencialmente dicha, sentimientos alegres que proliferan, y, como si fuera la única forma de hallar prosperidad, se le atribuye cierta infinidad como condición de lo verdadero. Pero vos… Vos advertís, vos sabes que quien relata no puede más que estar solamente bordeando el concepto, que esa satisfacción absurda no puede representarlo, que el amor es, en esencia, desconsuelo e incomprensión, porque definirlo es matarlo. Y el amor es matarse en cada esquina, pero sin definiciones ni dictámenes, o algo más parecido a eso, más bien brutal y feroz, y no una caricia, ¿se entiende?

Y esa es la historia que yo contaría si tuviera que hablar de vos y del amor, que son lo mismo.

Luk

La vida calla más que la muerte

Voy anotando en imágenes:
las entrelíneas de un temblor,
un cociente furtivo de la sombra,
el residuo de un relámpago.
Voy copiando modelos:
la vida apretada en un muñón,
la síntesis que se completa en un suicidio,
un pan que rompe un beso.
Voy subrayando textos:
el vacío que suspende una frase,
una palabra que pierde el equilibrio,
una disonancia que canta.
Voy llenando dibujos:
el modo con que practico el infinito,
la ocupación también transitoria de la muerte,
el préstamo sin garantías de esta realidad.
Voy llegando al comienzo:
la palabra sin nadie,
el último silencio,
la página que ya no se enumera.
Y así encuentro la forma
de probar que la vida
calla más que la muerte
Roberto Juarroz
[ Poesía vertical V- 18]

domingo, 16 de julio de 2017

Te odio, te necesito

Cuando se mira largamente una cara que está frente a ti, mirándola para que no se aleje mientras está frente a ti, mirándola para que no haya mirar sin ver, bruma en tu mirada que atraviesa caras como si fueran cristales, mirándola, digo, con pasión y necesidad, sucede, sin que lo sepas sino mucho después, que no la has mirado contrariamente a lo que creíste. Cómo se produce este olvido: he aquí lo que quisieras averiguar. Tú miras, has mirado, no perdiste un solo gesto, ninguna sonrisa: registraste y asimilaste. Bebiste de ese rostro como sólo puede hacerlo una sedienta legendaria como tú. Pero sales con la garganta seca, los ojos dolidos, buscando en tu ausencia la imagen que contemplaste sin fin. Vas por las calles, increída y flotante, y te preguntas si no fue verdad que estuviste sentada frente a ese rostro. Tu combate con la desaparición es arduo: te enciendes, te enloqueces, por recordar. Buscas, buscas en ti entre tus escombros, entre tus fragmentos inutilizables. Porque si no lo recuerdas instantes después de haberlo visto ello será la señal precursora de una búsqueda que durará días, hasta que te veas de nuevo frente a frente, consumida por las noches de odio y de amor de tu frenética memoria y con una decisión que siempre te resulta nueva, te sentarás y mirarás esa cara hasta que tu mirada se pulverice. Sabes que si logras retenerla en ti el deseo morirá. Sabes que si esa cara llega a pasar una temporada en tu memoria —esa cara tal como es en sí misma — tú serás salvada (por la exactitud y la fidelidad, ángeles que apenas conozco y que admiro con delirio).
Pero no es así. No la recuerdas. Ahora que han pasado tantas horas te preguntas por infinitésima vez cómo era. La tienes dentro de ti, la sientes resbalar por tus nervios, la sabes flotando dulcemente dentro de tus ojos. No sabes qué hacer con esa cara que no recuerdas: ¿amarla?, ¿odiarla? Si la amas te delirarás en un llamado mental: pronunciar su nombre y desear que venga ya, ahora mismo, o saldrás a su encuentro imposible, por las calles que te ordena atravesar tu locura. Si la odias, tienes deseos de matarte para matarla, pues esté donde esté sólo está en ti y si tú mueres morirá ella. La probabilidad de odiar un rostro que naufraga en tu inolvido te aterroriza: quisieras pedir auxilio como si hubieras tragado ratas. La de amar te es menos cruel: te [tiras] acuestas en el suelo y con los ojos muy cerrados recitas poemas de todos los siglos y en varios idiomas. Pues siempre hubo gemidos semejantes al tuyo y es suave como una mano de terciopelo musitar sílabas que se unen para decir hermosamente la imposibilidad de un amor que no muere.
A veces, el resentimiento por el abandono y la soledad se hace tan fustigante que odias a diestra y siniestra, odias cualquier emanación viviente —amantes, amigos, perros, pájaros, flores—. Si al menos salieras a la calle con un revólver o si envenenaras anónimamente. Desde tu silencio ruegas por la muerte de todos y de cada uno. Y los odias hasta que oyes gritos y entonces, al fin, sollozas como una maravillosa heroína romántica. Gritos en ti que son los de tus anheladas víctimas. Pero yo me río de mi crueldad de juguete. No por eso sufres menos cuando odias porque bien sabes que no te ha sido dado el odio al género humano sino un odio muy peculiar, que destinas a muy pocos seres y se particulariza en aquellos que por alguna razón quieren ayudarme a salir de mi delirio. Es así como a veces, ahogando en tus ojos el odio, miras a esos seres angélicos que te miran con dulzura y afecto, y de pronto, cierras los ojos muy fuerte, como si quisieras romperlos, porque nada más doloroso que odiar a la única persona que podría salvarte. ¿Pero qué quiero? Me han ayudado varias veces en mi vida, he conocido rostros magnéticos que emanaban una piedad sin límites por mi persona doliente. (Si te suicidas por agua, cómo no odiar al que te obliga a respirar forzando tus miembros hasta arrancarte una aceptación física del mundo.) Nadie te obliga a verte con esos ángeles. Si no me viera con ellos, si alguno de ellos desapareciera, mi dolor sería ilimitado y difuso. ¿Qué quiero entonces? Quisiera rogarles que yo no los odie. Absurdo. Paradoja. La verdad es otra: también tu deseo es ilimitado y difuso y una coleccionista maníaca que yo conozco quisiera tener esos ángeles para ella sola pues ella no soporta que sean ángeles también para otros dolientes y sufridos. Tenerlos aquí, en esta habitación, sobre la chimenea o desparramados por las sillas como antaño las muñecas adoradas.
Mas, como no es así, ella los odia con un terror indecible. Porque ¿quién me escuchará si le digo: "Te odio, te necesito, ven a vivir conmigo, hagamos juntos el odio, el amor, lo que tú quieras pero juntos"? Un castillo rodeado de fosas, una casa sin ventanas ni puertas. Adentro, amor mío, siempre entre muros mudos y sin sonido y sin palabras y sin comunicación alguna con lo que yace o camina bajo el viento asesino de esta noche. Tendremos instrumentos de tortura. Tendremos todos los libros de poesía que existen en el mundo. Toda la música. Todos los alcoholes que arden en los ojos y corroen el odio. Nos embriagaremos hasta oscilar como seres de una materia fosforescente, y diremos tantos poemas que nuestras lenguas se incendiarán como rosas. Sin ventanas, amor mío, sin puertas, sólo una casa, un palacio, una bohardilla lúgubremente sorda y ciega y amparadora. Y si viene el sol, si descubro huellas de claridad en el suelo, tú me dejarás llorar sobre ti, y me ayudarás con palabras que atraigan al olvido y a la noche desesperada de siempre. En verdad no te odio, te amo y te llamo. Te llamo y no vienes. Ahora te odio. Y tendremos lejos los relojes y no nombraremos al tiempo. Y haré poemas que iluminarán todos los silencios. De esta manera no habrá muerte ni soles sino sangre, alcohol, palabras extrañas y nuestros sexos unidos. Pero tú no vienes, no vendrás, y yo sé que no vendrás. Si supieras que no puedes no venir. Aunque no estás aquí, la orgía se inicia, comienzo a beber, a aullar los poemas más bellos, a reír y a llorar en la noche de tu ausencia, hasta que me arrojo sobre tu pobre representación y lloro hasta que nadie me consuela. "Aún no es así", dices. Sientes tus huesos, tu mala respiración. La habitación llena de humo, de mal. Pestilencia de lo que se desea en vano. En vano escribes porque vano es el lenguaje para quien aspira a una alta tensión del silencio. Mi miseria, mi mirada. Milagro de la que aún vive y sobrevive. Todo cadáver hacinado en la memoria. Tu lápida será una sílaba: NO.
Inquieta buscar en el mismo sitio de siempre. Lo que no se encuentra termina por ser presencia. Y yo sé lo que digo, lo sé tanto que no debiera decírmelo de nuevo. Pero mi lengua procaz no se deshabitúa de rumiar siempre lo de siempre. Y además, qué puro gozo en la noche martirizarme con invocaciones y llamados. Yo me asusto. Yo me pongo una sábana negra y me acerco al espejo con un cirio y me hago señales de adiós.
No te decides a entrar en una laboriosidad forzada, a cumplir con un decálogo de horas y minutos que te haría transitar con menos pena por este sitio desolado. No, más vale la soledad entre cuatro paredes sucias, la soledad violentada, en pugna con los relojes, los deseos, la tensión de la nostalgia. Más vale el mundo de cenizas que me ciñe. Más vale esta pornografía, esta desesperación, este escándalo, este gritar así nomás porque sí nomás, este escamotearse al aire puro, al aire.
Cada vez que digo amor mi furia no tiene límite. Cada vez que digo odio mi miedo no tiene límite. Si alguien intercediera por mí. ¿Ante quién? ¿Para decir qué cosa? Que digan, aunque sea, que la noche pasa, y el alba está cercana y mañana también será un día y que todo esto es espantoso.

Alejandra Pizarnik, 4 de agosto de 1962, Cuaderno de mayo a agosto de 1962, Diarios.

sábado, 8 de julio de 2017

... De todas las cosas.

Fuera de mí, en el espacio, errante,
la música doliente de un vals; 
en mí, profundamente en mi ser,
la música doliente de tu cuerpo;
y en todo, viviendo el instante de todas las cosas,
la música de la noche iluminada.
El ritmo de tu cuerpo en mi cuerpo...
El giro suave del vals lejano, indeciso...
Mis ojos bebiendo tus ojos, tu rostro.
Y el deseo de llorar que viene de todas las cosas.

[Vinicius de Moreaes]

miércoles, 5 de julio de 2017

Backstage de un milagro menor

Voy a contar algo que ocurrió hace un mes y que, por un momento, nos pareció un milagro de entrecasa. Podría narrar el milagro sin dar a conocer su lógica interna, escondiéndoles a ustedes la explicación que lo desbarata. Pero no haré eso, porque me quedaría un cuentito fantástico y nada más. Voy a narrar los hechos sin trucos. Ustedes verán a las marionetas pero también los hilos que las mueven. Dicho esto, la historia empieza con una mujer, sentada en un sillón, y sigue con una chica de once años que va en coche por la ruta.
La mujer, que también es mi madre, acaba de echar a todo el mundo de su casa (a los amigos, a los hermanos, a los nietos) porque necesita quedarse sola, llorar sola y esperar sola a que llegue el sueño. Hace cincuenta y dos horas que no duerme. Ahora intenta descansar y se desploma en el mismo sillón donde dos días antes murió su esposo, que también era mi padre.
Es la noche del once de julio, hoy hace un mes. Por primera vez en cuarenta años, esta mujer cierra la puerta de su casa sin que dentro viva nadie más.
El truco comienza en este párrafo, porque a diez kilómetros, por la ruta cinco, van en coche mi hermana, su marido y sus hijos, de regreso a La Plata después del entierro. Es de noche y nadie habla, porque ha sido un día muy triste y después una noche muy larga.
Una chica de once años, que se llama Manuela y es mi sobrina, se recuesta sobre la ventanilla a ver pasar las luces del camino; saca de su mochila un teléfono móvil y se pone a revisar los contactos. Nadie le presta atención.
Volvamos a Mercedes. La mujer que es mi madre aprovecha su primera soledad para desahogarse sin testigos. No ha podido hacerlo antes porque no tuvo un segundo sin compañía, sin abrazos o presencias. Se ha mostrado fuerte en todas partes: serena en el salón y en los pasillos de la casa velatoria, y también entera en las calles del cementerio, frente a la bóveda. Saludó, besó y agradeció a todo el mundo; cabizbaja y líquida, es verdad, pero sin desbordes. Ha durado cincuenta horas sin hacer un solo escándalo en público. Ahora, por fin, está sola.
Se pone a gritar como si la hubiesen quemado.
Lejos de allí, cruzando el peaje de Luján-Mercedes, uno de mis sobrinos observa el celular que maneja Manuela, su hermana. No es el teléfono de siempre, el rosa de juguete, sino uno distinto de color negro, que parece real. El hermano pregunta:
—¿De dónde lo sacaste?
Manuela no le responde y se queda mirando por la ventana. El hermano insiste:
—¿Es un teléfono de verdad?
Entonces Manuela se acerca a su oído y le contesta, en voz muy baja para que sus padres no la escuchen:
—Es el celular del abuelo Roberto —y también dice—: tiene crédito.
Como se ve, lo que va a pasar dentro de un rato no tiene nada que ver con un milagro, pero sigamos con los hechos naturales: en la que fue mi casa, en la que es mi casa, la mujer sigue con sus gritos. No son lamentos al azar, no son aullidos ni onomatopeyas salvajes, sino preguntas retóricas dirigidas a su esposo, en tono de reprobación y con timbre de barítono.
La mujer le reprocha al marido, en voz alta, la poca consideración que tuvo al no haber informado sobre su muerte, tan repentina y a destiempo. Se levanta del sillón y le habla. Las frases que dice no tienen sentido, por lo menos no en el terreno de la lógica, pero a la viuda le bastan y le sobran para desahogarse.
Ella sabe que gritar ¡por qué no me avisaste! no sirve para nada, pero lo dice de todas formas. Y lo repite, y lo repite una vez más, porque los reproches inútiles, en las casas vacías, suenan mejor con la insistencia.
Con el tiempo aprenderá a usar el pensamiento, a conversar en silencio, sin hacer uso de los gestos ni la boca, pero ahora la mujer es inexperta y le habla a su esposo a viva voz. Le habla al sillón, en realidad. Ya no le grita: de a poco la escena se convierte en una conversación típica del matrimonio, en una crisis menor, en uno de los muchos monólogos nocturnos en donde ella siempre gritó y el otro siempre hizo silencio.
—Siempre igual vos —le dice—. Cuando hay problemas, calladito.
En el coche dos de mis sobrinos duermen; Manuela no. Sigue mirando las luces por la ventanilla, con el teléfono todavía en la mano. Se llevó ese teléfono porque nadie más lo iba a usar, y porque ella todavía no tiene uno. Más tarde confesaría que no fue un robo: dos o tres veces quiso pedírselo a su mamá, pero ella siempre estaba llorando o dejándose abrazar por gente. En un momento se lo mostró a su abuela y le dijo, con mucha vergüenza:
—Chichita, ¿lo puedo usar yo ahora?
Y su abuela hizo que sí con la cabeza, pero era un sí a cualquier cosa, no estaba mirando a ninguna parte. Por eso ahora la chica piensa en la abuela triste, en su cara de agotamiento y pena, y siente culpa por haberla dejado sola, en Mercedes. Se despidieron en la puerta, sus padres le ofrecieron quedarse, o que se fueran todos a La Plata, pero la abuela no quiso:
—Alguna vez tengo que estar sola —dijo, y se encerró.
Su abuela es fuerte, piensa Manuela, ella no se habría animado a quedarse sola tan pronto. Es fuerte pero está triste. En once años, en toda su vida, Manuela no había visto nunca a Chichita con los ojos sin brillo. Entonces abre el teléfono y le escribe.
El hilo y las marionetas se unen en este segundo, porque al mismo tiempo que la nieta pulsa la primera letra del mensaje, la viuda, que conversa en casa con su esposo, le está pidiendo una señal al muerto.
—Dame una señal —dice la mujer, que es también mi madre, mirando el sillón vacío.
No es increíble, no es mágico que Manuela escriba su mensaje en este punto de la historia. Bien mirado, es natural. Es cierto que también pudo haber ocurrido primero una cosa y mucho después la otra, incluso con horas de diferencia, pero están pasando las dos a la vez y no debe asombrar a nadie.
La chica escribe en el coche mientras la mujer, en su casa, le pide a su marido —en voz muy alta— que le dé una señal. También le pregunta qué hará ella ahora, sin los hijos y sin él; cómo se recompone la rutina; dónde están las facturas y cómo se pagan; quiere saber si el tiempo cura; pretende que él la ayude a tramitar la pensión; le pide otra vez una señal; le dice que tendría que haber sido al revés, y dentro de veinte años; pero sobre todo al revés.
Mezcla la desesperación filosófica con el planteo doméstico, a veces en la misma frase. Habla con serenidad, pero ya sin control, a la vez que Manuela redacta una frase muy simple, de cuatro palabras, a sesenta kilómetros de allí:
NO ESTÉS TRISTE, DESCANSÁ —es lo que escribe mi sobrina, y envía el mensaje. Después acomoda la cabeza en el hombro de su hermano, y se queda dormida.
Miremos por un instante cómo viaja el texto hasta un satélite, cómo rebota la frecuencia y se convierte en bytes. Veamos la escena desde todos los ángulos, para asegurarnos de que no hay milagro posible, que todo tiene la lógica del tiempo y del espacio.
Mientras las palabras de su nieta viajan en medio de la noche, la mujer sigue con su monólogo encendido. Sospecha que su esposo resultará un muerto tímido, como lo fue en vida, poco dado a lo trascendental, porque no aparece. Supone que le costará hacerse presente, dejarse ver. Y así se lo dice:
—Vos no sos la clase de tipo que se aparece después de muerto, yo sé que te da vergüenza, pero tenés que hacer un esfuerzo. Vos...
Entonces suena, en la casa vacía, el celular de la mujer. Ella se queda con la palabra en la boca y camina hacia el milagro falso, mientras se pone los lentes de leer de cerca. Observa, en la pantalla del teléfono, una frase imposible, en letras mayúsculas:
ROBERTO HA ENVIADO
UN MENSAJE DE TEXTO
La mujer, que es también mi madre, presiona un botón y repasa las cuatro palabras que hace diez segundos ha escrito Manuela desde el coche.
No estés triste, descansá.
Se queda un rato largo mirando la pantalla, con los dedos inmóviles. No parpadea ni respira. Tiene la luz verde del teléfono en los ojos, y los ojos muy abiertos.
Después la mujer sale del comedor más serena, sin mirar el sillón ni decir una palabra más. Tiene la garganta seca de tanto monólogo. Apaga las luces de la cocina, entra a su cuarto y se acuesta. Se queda dormida y descansa.
La historia acaba así, no hay nada más. Podría haber explicado el cuento omitiendo las escenas del coche, y habría salido una historia más o menos prodigiosa, con una viuda que pide una señal y un marido muerto que le responde. Pero no fue así. Conté las cosas como fueron, con el backstageincluido, porque las anécdotas son mejores cuando no tienen nada del otro mundo.

Hernán Casciari
Lunes 11 De Agosto, 2008
http://editorialorsai.com ]