martes, 31 de mayo de 2016

Texto dual de un quizás martes en estado lluvioso

Va a llover. Uno siempre sabe cuando va a llover. Debe ser que huele a cosas por suceder…
… Sin mirar el pronóstico; sin que te duela la pierna de los ancianos; ni siquiera con el pelo suficiente para que se infle, uno lo intuye: se despierta lluvioso, desayuna húmedo, se ducha con agua de lluvia y cuando mira por la ventana...No es la ventana lo que uno ve. No es el vidrio lo que uno ve. Es la nostalgia que se perpetúa en cada espasmo de cada gota que rompe la historia. En realidad, es la historia lo que duele. O decir "en realidad" y saberse lejano, o estar ebrio siendo abstemio, o desayunarse la vida de un sorbo un día al que llamamos martes y está definitivamente lluvioso; y cuando digo definitivamente dudo de que así lo sea, dudo del sorbo, dudo del martes y del desayuno. Si hay certezas son pocas. Una de ellas es que hay agua, químicamente tan definitiva pero de un humor tan variable como su alquimia y sus transformaciones, su danza con improvisación que parece coreográfica. Hay una mímesis entre los acuáticos y el agua en cada momento que, como estos, nada somos y nadamos: escuchando el golpe salado en la piedra o la constante caricia del agua en la fuente. Nada somos, pero estamos, y esto también es definitivo. No hay dudas de que estamos y no hay dudas de que va a llover, de que ya está lloviendo y estamos lloviendo(nos), y de que la lluvia es más un estado que algo que sucede.

Otra

Es cierto. Me pierdo seguido. Pero no es algo que busque ni que anhele desesperadamente, como suele parecer. Simplemente, de forma inesperada, hay momentos en que todos los elementos de un día cualquiera se conectan de forma tal que desembocan en un panorama terrible y confuso. Y me gusta, me conmueve . Y ahí es que me aventuro (sobre todo si llueve) a ser otra. A ser la que no se salva nunca y que juega a tomar caminos que de no ser otra no tomaría, y a encontrarse con resultados que nunca resultarían, y enfrentar abismos que quizás serían muros, y abrazarlos como si fueran olas. Y ahí me debo a la vida, y me dejo caer y me destruyo y desespero en el medio de una calle de adoquines de una noche de tormenta en la que llueve también afuera… Y grito. Siempre grito. O siempre pienso que me gustaría ser la que grita y se deja caer y se destruye y desespera.
… Y después volver no sé a donde, empapada en cosas y tiempos y espacios. Y fumar un pucho y ahuyentar el humo y tocarme la frente como cuando se está cansado hasta de tener frente. Y, irremediablemente, ya no vuelvo a ser yo, nunca vuelvo a ser yo.


VUELO SIN ORILLAS

Abandoné las sombras,
las espesas paredes,
los ruidos familiares,
la amistad de los libros,
el tabaco, las plumas,
los secos cielorrasos;
para salir volando,
desesperadamente.

Abajo: en la penumbra,
las amargas cornisas,
las calles desoladas,
los faroles sonámbulos,
las muertas chimeneas
los rumores cansados,
desesperadamente.

Ya todo era silencio,
simuladas catástrofes,
grandes charcos de sombra,
aguaceros, relámpagos,
vagabundos islotes
de inestable riberas;
pero seguí volando,
desesperadamente.

Un resplandor desnudo,
una luz calcinante
se interpuso en mi ruta,
me fascinó de muerte,
pero logré evadirme
de su letal influjo,
para seguir volando,
desesperadamente.

Todavía el destino
de mundos fenecidos,
desorientó mi vuelo
-de sideral constancia-
con sus vanas parábolas
y sus aureolas falsas;
pero seguí volando,
desesperadamente.

Me oprimía lo flúido,
la limpidez maciza,
el vacío escarchado,
la inaudible distancia,
la oquedad insonora,
el reposo asfixiante;
pero seguía volando,
desesperadamente.

Ya no existía nada,
la nada estaba ausente;
ni oscuridad, ni lumbre,
-ni unas manos celestes-
ni vida, ni destino,
ni misterio, ni muerte;
pero seguía volando,
desesperadamente.