Un viernes como cualquier otro (es decir, distinto del resto),
sumidos en el mismo divague que aparece las noches de lluvia, estábamos mi
pucho y yo, esperando que el día anuncie su final e intentando asimilar el
tiempo que todavía faltaba para que eso suceda.
Parada en la puerta de la facultad, asumía el riesgo de cruzarme
con algún personaje de esos que nunca faltan en ninguna facultad, pero los
vicios son vicios (y bien sabido es que el olor a humo impregnado en la ropa es
motivo de discusión).
Efectivamente (o lamentablemente) ví que Victoria se acercaba, como
de costumbre con sus gestos insoportablemente efusivos, no aptos para un
viernes a la noche, y acompañada de una chica a la que yo había visto en
reiteradas oportunidades pero con la cual (sabiamente) la vida nunca me había
cruzado muy de cerca.
Mi cabeza analizó al instante a la acompañante: me había caído
mal. Cuestión de piel, vió (decimos nosotros, los portadores una morbosa
propensión a prejuzgar). Aún así, seguía siendo viernes a la noche y cualquier
racionalización de las circunstancias que se presentaban se desvaneció al ser
consciente de ello:
- ¡Felicitaciones,
Vicky!
- ¡Muchas gracias!
¿Me lo decís por mi nuevo trabajo o por el aplastante “triunfo K”?
- Por las dos, por
las dos.
(Respondía yo sin
pensar demasiado en el asunto, y repitiéndome que era viernes a la noche).
En eso, ví que Victoria tomó cariñosamente el rostro de su
acompañante (la cual había estado excluida de la conversación hasta ese
entonces) y, todavía muy efusiva, le dijo:
-
¡Igual te amo,
radicalita de mi vida!
Claramente, mi visión del acto distó mucho de pensar algo así como
“qué bien, se trata de ese tipo de persona que deja la política de lado a la
hora de las relaciones” (cosa que yo nunca pude lograr). Más bien concluí en
que las situaciones bizarras nunca van a dejar de existir.
Siguiendo con el tema introducido, intenté (muy cordialmente)
integrar a la acompañante a la absurda conversación:
-
¿Y vos, qué sos?
(Era mi forma de preguntarle con qué ideología política simpatizaba.
Formulaba la pregunta mal a propósito, entendiendo que, cuando uno no sabe lo
que va a encontrar, siempre es bueno hablar de política en términos relajados
y, en lo posible, con una sonrisa de por medio).
La cara de la acompañante se convirtió rápidamente en una mezcla
de gestos de incomodidad ante mi pregunta que, en conjunto, resultaban
desagradables:
-
Hola, soy ricardo
gutierrez, ¿vos?
(respondió,
invitándome a un apretón de manos que no era más que un aporte a toda la ironía
de la situación que ella me ofrecía)
Al instante, olvidé que era viernes a la noche y di lugar a la
irritación que me nacía desde lo más profundo:
-
Te doy la mano por
respeto, que fue lo que te faltó a vos recién.
La viveza con la que la chica se había manifestado en un primer
momento, desapareció repentinamente por entre la lluvia. La suma de la
incomodidad de la situación y la ausencia de una respuesta instantánea por
parte de la acompañante, dieron como resultado que se ruborizara por completo,
que se prendiera fuego, que casi explote y de esa forma acabe con el silencio
que se había generado. Así como estaba, se encogió de hombros y ocultó su
frente en su gorro hippie, y entró al hall de la facultad sin decir nada.
Arrepentida, se detuvo a mitad de camino y con voz temblorosa que evidenciaba
sus nervios, me dijo:
-
¡Soy zurda de
convicción! (claramente, eligiendo adrede la palabra “convicción”, la cual era
totalmente necesario mencionar ante el frustrado intento de haber querido
demostrarlo mediante su vestimenta neohippie y su actitud de rebeldía actuada).
Me sonreí, como no podía ser de otra forma
(mientras Victoria, ya sin efusividad, participaba del asunto jugando el papel
del espectador distante).
Me dio un poco de lástima, de la que a veces lastima, pero el
mundo continuó, allá por aquel viernes como cualquier otro, en el mismo divague
que aparece las noches de lluvia, con mi pucho recién encendido que anunciaba
mi llegada tarde a la clase, y retornando a la espera de que el día anuncie su
final.
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