Ya iban casi treinta minutos de espera, cuando mi insistente curiosidad me impulsó a bajar del tren. Prendí un cigarrillo y me dediqué algunos minutos a observar a toda esa gente alborotada por el desconocido suceso. Aún nos eran ajenos los motivos por los cuales hacía más de treinta minutos que estábamos varados en una de las peores estaciones para estar varados, y en hora pico. Casi se podía oler el deseo inmediato de todos los pasajeros de llegar a sus casas urgentemente, luego de un arduo día de trabajo que sus rostros dejaban en evidencia.
El fastidio comenzaba a golpear las ventanas, ya empañadas por suspiros de impaciencia. Por supuesto, no faltó el episodio en que empezaron a circular todo tipo de historias relativas a los motivos del retraso. Algunos se encargaban de merodear por los vagones distribuyendo sus versiones con absoluta seguridad y total impunidad: “Dicen que se mató uno a dos estaciones de acá”, “Se descompuso el chofer, pobrecito”. Lo cierto es que nunca nadie parecía manejar datos certeros en cuanto a las fuentes de información.
Dadas las circunstancias, nadie tardó en encontrar aliados y complotarse verbalmente contra el tren en cuestión, la empresa de transporte, y (como no podía ser de otra manera) contra el gobierno. La mayoría se desenvolvía con furia y poco a poco la estación se poblaba de sentimientos de unidad ante el inesperado infortunio.
Creo que ya me estaba aburriendo, por lo que me puse a intercambiar opiniones con una chica: qué bronca que siempre pasen estas cosas, que la comida de la noche, que el día fue fatal, que el cigarrillo te termina matando. Aceptábamos sin vacilar el hecho de sumirnos en ese tipo de conversaciones netamente banales porque parecía que el tiempo no iba a sugerirnos cosas mejores.
Ya pasados al menos veinte minutos más, decidí considerar seriamente la opción de irme. No sabía dónde estaba (no lo sé en el 90% de los casos), así que pregunté a alguien que andaba por ahí. De la extensa nómina de calles que me fueron mencionadas, recordé únicamente la palabra “plaza”, supongo que porque era la única que me era familiar.
En cuanto enfilé hacia la plaza, aún sin entender muy bien a dónde iba y rogando que apareciera un colectivo de número conocido, descubrí que aquella chica con la que había intercambiado unas palabras, me estaba siguiendo. La noté perdida, por lo cual me detuve a explicarle que yo no era precisamente a quien ella tenía que estar siguiendo si quería llegar a su casa. No se bien cómo, pero, como por arte de magia apareció una segunda chica a mi derecha, portando una guía en su mano. Mi explicación cesó al instante, no tanto por la chica, sino por la guía (tengo la mala costumbre de comprarme guías y dejarlas en mi casa. A veces pienso que muy en el fondo me gusta perderme).
La chica aseguró saber qué colectivo tomar, pero dijo que le daba miedo cruzar la plaza sola, así que las tres hicimos algo así como un pacto en el que, si nos movilizábamos juntas, todas recibíríamos lo que necesitábamos (ella compañía, yo información y la otra chica quién sabe qué buscaba y si efectivamente buscaba algo). Así que la primer chica me siguió, mientras yo seguía a la otra.
Caminamos bastantes cuadras, hasta el punto de decidir que era mejor dejar de contarlas. El paisaje que proveía esa estación de tren parecía no ofrecer signo alguno de civilización. Pero ya no me preocupaba, la situación hasta llegó a resultarme divertida.
La caminata fue algo confusa: los primeros pasos transcurrieron en lo obvio, comentarios sobre lo sucedido y expresiones de bronca, pero el asunto poco a poco se fue agotando y hubo que hablar de otras cosas. Por supuesto, todas contábamos datos muy superficiales de nuestras vidas y de cada cosa que se decía surgían comentarios de lo más idiotas y sobreentendidos. De a ratos, algún que otro silencio ocupaba el espacio, y ni siquiera resultaba incómodo simplemente porque no sabíamos quienes éramos.
Finalmente, encontramos la parada de colectivo. Festejamos efusivamente, y subimos. Claro que la emoción ya no era la misma cuando descubrimos que todavía faltaba un largo tramo para dar por finalizada la ineludible desventura.
El colectivero preguntó “tres de 1,25?” “no, uno”, respondí yo, que había subido primera. Asumí que para el afuera íbamos juntas. De hecho, asumí que existía un afuera y un adentro (donde estábamos nosotras, compartiendo una experiencia un tanto extraña). Algo nos había unido muy en contra de nuestra voluntad pero era inevitable, y por unos ratos más iba a seguir siéndolo.
Fue difícil evitar las conversaciones más profundas, ya que no había nada más para hablar acerca de lo sucedido. En algún momento, sin éxito, hasta se comentó sobre un perro que veíamos por la ventana: “qué perro feo el salchicha, no hay con qué darle”, y sonreímos asumiendo un compromiso claramente inexistente.
Naturalmente, procedimos a hablar del trabajo, los estudios, los novios y el cansancio cotidiano. También hablamos del pasado y un poco del futuro. Probablemente nos sentimos libres de inventar: éramos conocidas hasta descender del colectivo. Al día siguiente nos habríamos olvidado de todo.
El viaje duró tanto, que hasta se generaron debates políticos y religiosos (pese a mis frustrados intentos de evitar tales universos). Quizás hasta haya llegado a repudiar la forma de pensar de una, y al rato “quererla” de nuevo. Quizás hasta haya llegado a sentir cariño por la madre de la otra, a juzgar por la descripción. Todo era extraño, pero lentamente se iba volviendo natural.
Finalmente, me bajé primera. Nos saludamos como si fuéramos amigas de toda la vida y esbozamos por lo bajo un “nos vemos” engañoso. Ni siquiera llegué a saber sus nombres.
Caminé por las cuadras oscuras, fumándome otro pucho, pensando en que está bien dejar las cosas donde están. El mundo cambia terriblemente cuando la tierra se corre apenas unos centímetros.
(Luk)
la magia de los extraños.
ResponderEliminarme encanto el texto.
y la oración final, excelente.
me paso hace unos días de ir sumamente relajado en el subte, y una chica apurada, delante mio en la cola, dejandome pasar por que no encontraba la plata para pagar. saque mi boleto y me fui, justo pasó el subte. me arrepentí el dia entero de no haberle sacado un pasaje a ella también. perdon por usar tu blog para purificar las penas, pero el texto me hizo acordar. =)
La magia de los extraños...
ResponderEliminarLo lindo de todo esto es que con extraños uno puede inventarse a uno mismo y evadir por un rato al mundo tan tedioso y real que frecuentamos.