Cuando era adolescente, era una persona bastante desinhibida. Digamos que me gustaba hacer el papel de idiota (“… el idiota perfecto en su idiotez que no sabe que es idiota y goza perdido en su goce…”), desafiar constantemente lo establecido y provocar algo así como rupturas en cualquier ambiente en el que me encontraba. En cierta forma, me complacía desviarme del comportamiento esperado. Por ejemplo, cuando iba a los boliches, jugaba a bailar exageradamente fuera del ritmo, con frecuencia (de ser posible) delante de algún desconocido, trasladando el momento a algo completamente risible y ridículo, mientras algunas de mis amigas se acomodaban tímidamente el pelo y cuidaban cada uno de sus pasos a la vista del entorno. Me interesaba crear atmosferas que rozaran lo absurdo. También era común que optara por iniciar conversaciones con extraños sobre temas que nada tenían que ver con… Nada; el tópico no importaba demasiado porque el objetivo era generar situaciones inesperadas en el receptor, mientras que el mismo efecto se desencadenaba en mí misma, suscitando un goce cuasi escandaloso.
Ese andar me permitía, de a ratos, codearme con algo parecido a la libertad; de esa forma reafirmaba la multiplicidad de posibilidades convocadas por el mero hecho de vivir. Nunca pude lidiar con las exigencias del medio y tampoco fui buena enfrentando imposiciones… Hasta que crecí. No sé bien cuándo ni cómo, pero estoy segura que sucedió porque ahora me cuesta muchísimo sentirme lo suficientemente cómoda como para hacer el papel de idiota. Mejor dicho, como para ser idiota con libertad. Entonces soy idiota en secreto y todo lo que antes lograba trasladar a un plano más terrenal, hoy sólo pasa dentro de mi cabeza. Seguramente estén pensando “Qué triste”, sobre todo porque no existe forma alguna de reproducir esas sensaciones sin exteriorizar la idiotez que me caracterizaba de adolescente. O no existía. O creí que no existía… La cuestión es que hace algún tiempo me di cuenta de que los vestigios de toda esta menesunda de emociones liberadoras siguen ahí, intactos. Es difícil de explicarlo y me hallo en un punto en el que se me dificulta sobremanera encontrar palabras útiles a la causa, y ni puedo contar lo complejo que me resulta conectar lo que sigue con lo que mencioné anteriormente; así que voy al grano: hablo del “tambor” (a riesgo de que quien no tiene una relación allegada con este bártulo no pueda comprender de qué [carajo] estoy hablando). Cuando toco el tambor también siento una especie de aires de liberación: no importa de dónde ni cómo vengan, los movimientos aparecen por arte de magia, como si se tratara de un momento eureka que subsiste mientras haya golpe, dejándome en una posición tan primitiva que me concede rozar todo lo esencial que nos constituye como seres humanos; como una conjunción de energías que son ajenas a uno porque son de todos y para todos (y cómo me encantó siempre lo que es de todos y para todos!), como si fuera un espacio fuera de este espacio en el que caben tantas pero tantas cosas que podría tranquilamente hacer un paralelismo con la teoría del Big Bang. Sí, okey, no dije nada concreto (“espacio fuera de este espacio”, “cosas”…). No puedo terminar este texto estancada en la frustración de no saber explicar qué me pasa cuando suenan los tambores, así que me voy a dar la licencia de resumirlo (cobardemente): me permito ser idiota.
Ese andar me permitía, de a ratos, codearme con algo parecido a la libertad; de esa forma reafirmaba la multiplicidad de posibilidades convocadas por el mero hecho de vivir. Nunca pude lidiar con las exigencias del medio y tampoco fui buena enfrentando imposiciones… Hasta que crecí. No sé bien cuándo ni cómo, pero estoy segura que sucedió porque ahora me cuesta muchísimo sentirme lo suficientemente cómoda como para hacer el papel de idiota. Mejor dicho, como para ser idiota con libertad. Entonces soy idiota en secreto y todo lo que antes lograba trasladar a un plano más terrenal, hoy sólo pasa dentro de mi cabeza. Seguramente estén pensando “Qué triste”, sobre todo porque no existe forma alguna de reproducir esas sensaciones sin exteriorizar la idiotez que me caracterizaba de adolescente. O no existía. O creí que no existía… La cuestión es que hace algún tiempo me di cuenta de que los vestigios de toda esta menesunda de emociones liberadoras siguen ahí, intactos. Es difícil de explicarlo y me hallo en un punto en el que se me dificulta sobremanera encontrar palabras útiles a la causa, y ni puedo contar lo complejo que me resulta conectar lo que sigue con lo que mencioné anteriormente; así que voy al grano: hablo del “tambor” (a riesgo de que quien no tiene una relación allegada con este bártulo no pueda comprender de qué [carajo] estoy hablando). Cuando toco el tambor también siento una especie de aires de liberación: no importa de dónde ni cómo vengan, los movimientos aparecen por arte de magia, como si se tratara de un momento eureka que subsiste mientras haya golpe, dejándome en una posición tan primitiva que me concede rozar todo lo esencial que nos constituye como seres humanos; como una conjunción de energías que son ajenas a uno porque son de todos y para todos (y cómo me encantó siempre lo que es de todos y para todos!), como si fuera un espacio fuera de este espacio en el que caben tantas pero tantas cosas que podría tranquilamente hacer un paralelismo con la teoría del Big Bang. Sí, okey, no dije nada concreto (“espacio fuera de este espacio”, “cosas”…). No puedo terminar este texto estancada en la frustración de no saber explicar qué me pasa cuando suenan los tambores, así que me voy a dar la licencia de resumirlo (cobardemente): me permito ser idiota.
Luk
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